Recordando al "dorogo" y "samantino" Anthony Burgess

© Flickr / Anastasia AlénUna página de "La naranja mecánica", el libro más conocido de Anthony Burgess
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Mucho se ha escrito sobre las razones diversas que impulsan a un hombre al tantas veces estéril ejercicio de la literatura.

Abundan, por un lado, los que asumen la escritura como un compromiso casi místico. La cuartilla en blanco es para ellos el calvario que han de padecer en su batallar solitario por redimir a los hombres del más infame de los pecados adánicos (y acaso el único que justifique verdaderamente su expulsión del Paraíso): nombrar las cosas sin tener la precaución elemental de poner por escrito tales denominaciones. Lo declaran en pocas palabras: “no pueden vivir sin escribir”.

Abundan también, aunque son menos pródigos en sus declaraciones, quienes asumen la literatura como otra suerte de compromiso. Excluyen lo místico, es cierto, pero prohíjan la mistificación. La cuartilla es para ellos un cheque en blanco que puede redimirlos del no menos ignominioso pecado adánico de dejarse expulsar del Paraíso. Para decirlo con las mismas escasas palabras que suelen emplear: “no pueden vivir sin escribir”.

Hacia 1959, a una edad en la que muchos escritores ya han dado lo mejor (o peor) de sí, Anthony Burgess (1917-1993) optó por un camino que si bien parecía arrojarlo a la segunda de las opciones terminó por conducirlo a la primera de ellas: decidió convertirse en escritor profesional, sin que ello implicara, siquiera mínimamente, un criterio de valor. Significaba tan sólo, como él mismo habría de confesar por escrito años más tarde, “el desempeño de un oficio o menester con el doble fin de pagar los alquileres del piso y de comprar alcohol.” Lo movía también una razón más plausible: los médicos, que le han detectado un tumor cerebral, le pronostican a lo sumo un año de vida, y él quiere asegurar el mañana fiduciario de la mujer con quien ha compartido el lecho y el vino.

Sus primeras novelas, aquellas escritas bajo la presión de la muerte anunciada, y que acusan un fuerte componente autobiográfico, bien sea por evocar los años vividos en Malasia (“La hora de la cerveza”), como por delinear personajes basados en su experiencia vital (al filólogo Edwin Spindritf, protagonista de “El doctor está enfermo”, se le ha diagnosticado también un tumor cerebral), apenas si tienen éxito alguno (comercial o de crítica). Como la muerte, si cabe la expresión, le juega una mala pasada al no presentarse en el plazo prescripto (y en el summun del grotesco su esposa muere antes), dedica su pluma a labores que rinden frutos financieros más inmediatos. El escritor se desdobla en crítico literario, labor que no sólo le reporta las ganancias derivadas del pago de sus colaboraciones, sino que también le brinda la oportunidad de hacerse de un dinero extra por la venta, a menor precio, de los libros que le envían algunas casas editoras para que los valore.

Es hasta mayo de 1962, cuando aparece “La naranja mecánica” –un retrato patéticamente adivinatorio de la violencia juvenil, ambientado en la década de los setenta, y acaso su libro más conocido, gracias, sobre todo, a la versión cinematográfica que de él hiciera Stanley Kubrick, que la situación comienza a revertirse, si no desde el punto de vista financiero (en Inglaterra, la novela tuvo peores ventas que sus libros precedentes), al menos desde la óptica de la crítica. En efecto: pese a la mala recepción que tuvo entre los críticos ingleses, el libro fue favorablemente acogido por sus pariguales norteamericanos.

A la extensa obra novelística de Burgess, que incluye títulos como “El infiltrado”, “Enderby por dentro”, “Los poderes terrenales”, etc., cabe agregar una no menos sólida obra ensayística en torno a figuras claves de las letras inglesas como James Joyce (su preceptor literario) y William Shakespeare. Cabe agregar, además, alguna que otra partitura de encargo (la música, dada su formación, tampoco escapó a sus valoraciones críticas), su labor como conferencista (recorrió buena parte de los Estados Unidos impartiendo cursos en las principales universidades norteamericanas), así como una serie de poemas –algunos de ellos celebrados por T. S. Eliot– que adjudica a los personajes de sus novelas, versos en los que alienta una fina vena poética, previsible en un creador –y etimológicamente, nunca está de más el recordarlo, poiesis es creación– para quien el lenguaje –Burgess fue también un notable lingüista– apenas si tenía secretos. Dos ejemplos dan fe de ello: el lenguaje gutural de los hombres primitivos de la película “La conquista del fuego” y el “nadsat”, la jerga juvenil que inventó para los protagonistas de “La naranja mecánica” (basada sobre todo en la lengua rusa), y dos de cuyos vocablos se usan en el título de esta “scorra” con-memoración.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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