Topo Chico: Cárcel pequeña, infierno grande

© REUTERS / Daniel BecerrilLa cárcel de Topo Chico en Monterrey, México
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Los hechos de sangre desatados al interior del penal de Topo Chico, en Monterrey, el pasado 11 de febrero, apenas si fueron el triste y macabro reflejo de una realidad externa no menos deplorable y sombría: la violencia como símbolo de identidad del México contemporáneo.

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El poder que diferentes facciones de la delincuencia organizada buscan tener en las plazas donde prosperan el narcotráfico y el narcomenudeo tuvo su calco "a la sanguina" en el control que líderes de Los Zetas y del Cartel del Golfo se disputaron en la cárcel de Topo Chico con un saldo de 49 muertos y 12 heridos, cinco de ellos de gravedad, y que al decir de las autoridades fue la sinrazón que llevó a la masacre. No es de extrañar. En tanto microcosmos social, la cárcel reproduce en su interior los problemas que aquejan a la sociedad que busca proteger con el internamiento de los delincuentes. El paralelismo se extiende a la insolvencia de las autoridades —oficiales, carcelarias- para ejercer el poder que les fue conferido y a la corrupción a la que terminan por sucumbir.

Según los expertos, cuatro son los puntos torales que debe cumplir toda prisión: por una parte, de cara a la sociedad, servir de escudo ante los delincuentes y actuar como elemento disuasorio ante quienes puedan sentirse tentados a violar la ley; por otra, la cárcel serviría asimismo para alejar al condenado del entorno que lo llevó a delinquir, así como procurar su reincorporación a esa misma sociedad que alguna vez los consideró una amenaza. Lo ocurrido en Topo Chico es un lamentable ejemplo de los males que entraña un sistema penitenciario en el que privar de la libertad a un individuo (proteger a la sociedad) se impone por sobre el resto de sus funciones.

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Con su sobrepoblación penal (de cinco a diez reclusos en una celda para dos), Topo Chico era cualquier cosa menos un Centro de Readaptación Social, el torpe eufemismo con el que se designan a México a las penitenciarías. La convivencia de detenidos por delitos menores con delincuentes de alta peligrosidad va a contramano del objetivo de reinserción social para el que también debe de servir una prisión, empeño cuyo éxito pasa por advertir en cada condenado un ser humano con una particular historia de vida, no una masa indiferenciada de personas sin rostros. Alguna vez escribí en estas mismas páginas lo que ahora reafirmo (me excuso por la autocita):

"[…] lo que esta sobrepoblación penal deja en evidencia es el rigor de un sistema judicial más preocupado por la imposición del castigo que por la procuración de justicia, por la condena del delincuente que por su readaptación social".

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"De ahí que los penales en México terminen por convertirse en verdaderas universidades del crimen donde el recluso principiante acaba por convencerse de que el error no está en delinquir sino en dejarse atrapar y donde aprende mañas de reincidentes para sobrevivir en un medio hostil; de ahí que los penales sean una suerte de microcosmos en el que se reproducen —magnificados por su concentración- muchos de los problemas que aquejan a la sociedad mexicana […]; de ahí que bajo la ilusión de proteger a la sociedad de toda laya de inadaptados, las cárceles terminen por ser también un lugar desde el que se delinque".

En efecto, al desamparo afectivo que todo encarcelamiento supone se añade la necesidad de imponerse en un entorno social donde dejar de ser vulnerable tiene un costo no sólo monetario, sino que implica además caer en un círculo vicioso en el que violar la ley vale más como garantía de sobrevivencia que la adopción de códigos de conducta socialmente respetables.

En "La jaula", un sarcástico cuento de ciencia ficción de 1957, el escritor británico Arthur Bertram Chandler narra la historia de un grupo de terrícolas que son aprehendidos por unos alienígenas tentaculados en un planeta virgen y recluidos en jaulas como seres inferiores. Por más que pretenden mostrarse ante sus estrambóticos captores como seres inteligentes, los humanos tan sólo reciben alimentos y agua para que sobrevivan.

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Todo cambió el día en que capturaron un pequeño animal al que encerraron en una cesta tejida con helechos arbóreos para que no se les escapara. Sólo entonces fueron liberados al comprender los alienígenas que sus prisioneros también poseían el don del raciocinio, porque —y así concluye la historia- "únicamente los seres racionales encierran a otros seres en jaulas".

Este sesgo perversamente racional fue el que afloró de modo trágico en el penal regiomontano de Topo Chico, esa vocación por imponer la fuerza antes que someterse a ella, de ser verdugo antes que víctima. De ahí que en esas condiciones la rehabilitación del condenado apenas si sea una quimera y la reincidencia delictiva arroje, en cambio, una abrumadora certeza; de ahí que las disputas por el poder al interior de los reclusorios resulten un mal endémico en ellos y la Muerte —como se demostrara ahora en Topo Chico, y antes en otros muchos penales de México- un fantasma atemporáneo al acecho de su agosto de sangre.


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