"¿Crees en el amor a primera vista o tengo que volver a pasar delante de ti?"
No sé en qué momento se produjo esa mutación cultural que convirtió una tradición milenaria en posible sujeto de jurisprudencia. Como en Paraguay, donde el proyecto de "Ley Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres Basada en Asimetrías de Género", que finalmente no fue aprobado, incorporaba a su articulado el sancionar con cárcel a la persona que "dirija palabras (el subrayado es mío) o acciones con connotación sexual a una mujer con quien no mantiene relación de ninguna índole, en lugares o espacios públicos". O en México, donde en territorios de algunos estados —Ciudad de México, Veracruz, Sinaloa— se contempla sancionar a quienes gustan de lanzar piropos. O en Holanda, donde el alcalde de Ámsterdam, Eberhard van der Laan, anunció apenas en febrero pasado que ya se legisla en esa ciudad capital para prohibir el acoso verbal con insinuaciones sexuales.
De todo como en botica
Renegar del piropo como expresión cultural, ya sea porque se le considere una versión descafeinada del machismo —"Podría sacarte de mi sucia lista de fantasías si quieres"— o una expresión de sexismo en formato "light" —"Señorita, si ya perdió su virginidad, ¿me podría regalar la cajita en que venía?"— es renegar de la galantería y de esa otra forma de piropear implícita en muchos gestos. Si brindar el asiento, ofrecer la mano para ayudar a franquear un paso, caminar del lado de la calle por la banqueta, adelantarse a abrir una puerta y dejar pasar, son convenciones de comportamiento ante una mujer que casi nadie condenaría, incluso si bajo tanta gentileza "vintage" bulle un interés carnal, tampoco merece reprobación alguna el requiebro elegante encaminado a parejo fin.
Vídeo: ¿Acoso o paranoia?
Puede que piropear sea un arte en agonía que terminará por fallecer de muerte cultural en medio de suaves estertores; puede que piropear sea un fuego (pyros) vivaz antaño del que apenas si quedan hoy cenizas tibias en el hogar: en cualquier caso, condenarlo o vindicarlo parece una disyuntiva estéril. Lo que sí resulta un despropósito es asimilarlo a un delito como el acoso, con el cual si bien es cierto que comparte un hálito de esencia y la finalidad sexual, también es cierto que no todos los piropos participan de la vocación intimidatoria y coercitiva que se reprueba y condena en los casos de hostigamiento, mucho menos de su naturaleza física última. Es muy tenue la línea que separa al "piropo extremo" del maltrato verbal, pero resulta un argumento falaz deducir que por nacer de un mismo entorno cultural el acoso es el hijo bastardo del piropo, ese "beso a través de un velo" del que hablara Víctor Hugo; es pretender que cortar una rosa de un jardín público o privado con fines galantes se considere un delito medioambiental que amerite la atención de Greenpeace.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK