Cuba, el sexo y el 'hombre nuevo'

© REUTERS / Alexandre MeneghiniPareja cubana en La Habana
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De las muchas carencias que debió enfrentar en la década de los ochenta del pasado siglo el cubano de a pie, una de las más escabrosas fue la de procurarse esas jubilosas horas de intimidad erótica que toda pareja de enamorados necesita para encaminar la relación hacia el siguiente nivel.

Era una carencia ineludible en un país con un déficit habitacional tan extremo que imponía la convivencia bajo un mismo techo de hasta tres generaciones de una misma estirpe: los abuelos nacidos en los albores del siglo XX, los padres educados bajo el capitalismo republicano y el 'hombre nuevo' que la Revolución cubana buscaba formar desde inicios de los sesenta, ese "revolucionario verdadero […] guiado por grandes sentimientos de amor"—Che Guevara dixit— al que ningún manual de filosofía había instruido para resolver un problema que no previeron ni Marx, ni Engels, ni Lenin: la tensión dialéctica existente entre las subjetivas 'pulsiones en fase genital' —eso diría Freud— y la objetiva falta de privacidad en la casa familiar resumida magistralmente en la cadencia salsera de la frase "no hay cama pa' tanta gente" del Gran Combo de Puerto Rico.

Posadas y parafilias

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Para solucionar esa contradicción el cubano recurrió a las posadas —'moteles' se les llama en otras geografías—, establecimientos administrados por el Estado en los que se rentaban habitaciones por horas y donde muchas parejas pudieron dar salida a sus 'grandes sentimientos de amor' cuando no alcanzaba el dinero para el lujo de una noche de hotel o se carecía de un amigo soltero con casa o alcoba propia. Era el trámite más socorrido, como casarse era el más extremo. Muchos noviazgos de la época terminaron en matrimonios por la posibilidad de contar con un espacio de intimidad; muchos matrimonios terminaron en divorcios cuando el sexo se volvió rutina y no existían otras razones para continuar la vida en pareja.

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Por largo tiempo las posadas proveyeron a precios módicos esos imprescindibles espacios íntimos para el placer carnal, si bien nunca fueron un paradigma a seguir en materia de privacidad. Pese a leyendas urbanas que hablaban de posaderos que terminaron tuertos por mirar lo que no debían, una vez instalados en un cuarto de posada muy pocos se resistían a la práctica del 'voyeurismo' cuando un pequeño hueco disimulado en la pared permitía atisbar lo que ocurría en la habitación contigua ('rascabuchar' es el cubanismo para esa acción). O se terminaba por ejercer prácticas como el 'ecouterismo' (escuchar en secreto las relaciones sexuales de otras personas) o la 'agrexofilia' (disfrutar que la actividad sexual propia sea oída por otras personas), aun cuando muchos desconocían el nombre de esas parafilias y el hecho de que fueran consideradas como tales.

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Tampoco le abonaba a la intimidad del sexo el tener que esperar en una fila hasta que llegaba el turno de solicitar la habitación y pagar por las horas que uno tenía previsto para el disfrute (de tres a cuatro si no quería ser catalogado de mezquino o, peor todavía, de eyaculador precoz). En esa espera era imposible pasar totalmente inadvertido. De hecho, quien asistía a una posada con una pareja diferente a la que se le conocía se arriesgaba a ser descubierta y revelada su infidelidad por alguna mirada indiscreta y una lengua incontinente. No faltó incluso —según refiere otra leyenda urbana— el marido regocijado en su astucia que al ir con su amante a una posada alejada de su barrio descubría en el lugar, y doblemente despavorido, que su no menos hábil esposa estaba haciendo fila abrazada a otro hombre que desde antes tenía en el 'bullpen', para decirlo en jerga beisbolera y a la manera edulcorada de Celia Cruz.

La toponimia del sexo

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Hacia mayo de 1987, cuando inicié a trabajar como redactor y corrector de estilo en la revista cultural 'El Caimán Barbudo', me asignaron una pequeña oficina sin más mobiliario que un pequeño librero, un escritorio y un par de sillas, pero con acceso aparte a la sede principal de la publicación, detalle que no sólo me resultó útil y venturoso para una labor que exigía suma concentración sino además para otros usos que demandaban aislamiento y cero distractores. La tragedia sobrevino cuando un par de amigos cercanos me la pidieron alguna que otra vez para ir también ellos con sus novias y evitarse el pagar unas horas de posada. Las visitas nocturnas fueron tan frecuentes y escandalosas que los vecinos se dieron cuenta —y denunciaron— que aquella oficina solitaria tenía usos muy distintos al del periodismo cultural.

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Si bien la comprensión del director me evitó perder el trabajo recién conseguido, tuve que renunciar a los privilegios de acceso que ofrecía aquel improvisado paraíso. Como cualquier otro mortal volví a hacer uso de las posadas cuando ya no resultaban procedentes en la relación de pareja acudir a esos sucedáneos nocturnos para noviazgos fugaces que suponían los parques poco iluminados, las rocosas playas desiertas del oeste de La Habana, los huecos bajo las escaleras de cualquier edificación y las tandas de medianoche de los cines de estreno. No cuento todo esto por condescendencia autobiográfica, más bien porque me gusta especular con la idea incierta de que muchos apellidos importados desde España en los tiempos lejanos de la Colonia —Prado, Rincón, Costa, Cueva, Escalera, Jardines…— no solo sirvieron en la Cuba de los ochenta para establecer como siempre el vínculo paterno-filial, sino para detallar también la toponimia conceptiva de una buena cantidad de cubanas y cubanos que acaso padezcan hoy los mismos apremios de intimidad que sobrellevaron antaño sus padres.

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La memoria tiene sus trampas. De ahí esta evocación más nostálgica que reprobatoria de un pasado de carencias significativas diferido hasta un presente con parejas necesidades, un presente en el que la iniciativa privada ha ocupado el espacio que dejaron las posadas cuando fueron convertidas, por urgencias del destino, en albergues para damnificados por desastres naturales. Ahora se las quiere de regreso según un reportaje publicado recientemente en un órgano de prensa cubano en el que se anuncia que la Empresa Provincial de Alojamiento de La Habana se propone recuperar las posadas con el fin de "diversificar las opciones para el amor". Ojalá que la iniciativa llegue a buen puerto y que los precios resulten asequibles a los bolsillos del cubano de a pie, ese que no puede pagar la tarifa de entre cinco y diez dólares que cuesta hoy la renta de un cuarto particular por unas tres horas cuando apenas gana 30 al mes. Ojalá, digo, pues aunque ya no quede en Cuba rastro alguno del 'hombre nuevo' pervive aún en una gran parte de la población la tensión dialéctica entre las subjetivas pulsiones en 'fase genital' y la objetiva falta de privacidad en la casa familiar. A cinco décadas de alumbrada la fallida fantasía del hombre nuevo todavía "no hay cama pa' tanta gente".


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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