Era una carencia ineludible en un país con un déficit habitacional tan extremo que imponía la convivencia bajo un mismo techo de hasta tres generaciones de una misma estirpe: los abuelos nacidos en los albores del siglo XX, los padres educados bajo el capitalismo republicano y el 'hombre nuevo' que la Revolución cubana buscaba formar desde inicios de los sesenta, ese "revolucionario verdadero […] guiado por grandes sentimientos de amor"—Che Guevara dixit— al que ningún manual de filosofía había instruido para resolver un problema que no previeron ni Marx, ni Engels, ni Lenin: la tensión dialéctica existente entre las subjetivas 'pulsiones en fase genital' —eso diría Freud— y la objetiva falta de privacidad en la casa familiar resumida magistralmente en la cadencia salsera de la frase "no hay cama pa' tanta gente" del Gran Combo de Puerto Rico.
Posadas y parafilias
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Por largo tiempo las posadas proveyeron a precios módicos esos imprescindibles espacios íntimos para el placer carnal, si bien nunca fueron un paradigma a seguir en materia de privacidad. Pese a leyendas urbanas que hablaban de posaderos que terminaron tuertos por mirar lo que no debían, una vez instalados en un cuarto de posada muy pocos se resistían a la práctica del 'voyeurismo' cuando un pequeño hueco disimulado en la pared permitía atisbar lo que ocurría en la habitación contigua ('rascabuchar' es el cubanismo para esa acción). O se terminaba por ejercer prácticas como el 'ecouterismo' (escuchar en secreto las relaciones sexuales de otras personas) o la 'agrexofilia' (disfrutar que la actividad sexual propia sea oída por otras personas), aun cuando muchos desconocían el nombre de esas parafilias y el hecho de que fueran consideradas como tales.
La toponimia del sexo
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Si bien la comprensión del director me evitó perder el trabajo recién conseguido, tuve que renunciar a los privilegios de acceso que ofrecía aquel improvisado paraíso. Como cualquier otro mortal volví a hacer uso de las posadas cuando ya no resultaban procedentes en la relación de pareja acudir a esos sucedáneos nocturnos para noviazgos fugaces que suponían los parques poco iluminados, las rocosas playas desiertas del oeste de La Habana, los huecos bajo las escaleras de cualquier edificación y las tandas de medianoche de los cines de estreno. No cuento todo esto por condescendencia autobiográfica, más bien porque me gusta especular con la idea incierta de que muchos apellidos importados desde España en los tiempos lejanos de la Colonia —Prado, Rincón, Costa, Cueva, Escalera, Jardines…— no solo sirvieron en la Cuba de los ochenta para establecer como siempre el vínculo paterno-filial, sino para detallar también la toponimia conceptiva de una buena cantidad de cubanas y cubanos que acaso padezcan hoy los mismos apremios de intimidad que sobrellevaron antaño sus padres.
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LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK