La nueva lucha de clases en Europa

© REUTERS / Pascal RossignolUn chaleco amarillo junto a la bandera de Francia
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"El mundo que nosotros queremos para el siglo XXI no es el de quienes utilizan vehículos de gasoil y fuman sin parar". Frase, del portavoz del Gobierno francés, Benjamin Grivaux, resume el desprecio de clase del que se acusa a las élites europeas y que tiene como respuesta los movimientos antisistema que se extienden del Norte al Sur de Europa.

Francia está viviendo una revuelta inusual. Los llamados "chalecos amarillos", por el color de la prenda obligatoria que debe utilizarse fuera del automóvil cuando uno se detiene al borde de la ruta, han boqueado diferentes autopistas, centros comerciales o gasolineras y amenazan con cerrar la capital, París este 17 de noviembre.

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La chispa que encendió la protesta fue el aumento de las tasas del gasoil y el consiguiente aumento del precio de este combustible, el más utilizado por los automovilistas menos pudientes. La subida de la tasa estaba justificada por el gobierno como parte de las necesidades de la transición energética hacia una sociedad más ecológica. El problema es que lo recibido por el Estado irá a parar, en un 80%, a otros apartados alejados del medio ambiente.

​En realidad, "los chalecos amarillos", aglutinan el enfado generalizado por las dificultades que viven obreros, empleados, campesinos, o trabajadores independientes ante los aumentos constantes de impuestos y el descenso de su poder adquisitivo desde hace ya años.

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Emmanuel Macron está centrando los ataques de esta nueva clase de ciudadanos que se sientes desprotegidos social, económica y culturalmente. Pero la protesta en Francia, definida por muchos analistas —quizá interesados políticamente—, como una nueva lucha de clases, no es un fenómeno exclusivo francés.

Insultados en EEUU, Francia o Alemania

Innumerables análisis sociológicos se han publicado ya sobre los norteamericanos que se decantaron por el discurso electoral de Donald Trump. Basta mirar un mapa de Estados Unidos para cerciorarse de que no fueron precisamente los habitantes de las grandes ciudades, ni de las regiones más ricas, los que se decantaron por el candidato republicano.

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Basta también echar un vistazo a la sociología regional del voto que apoyó el Brexit en el Reino Unido, y se comprueba cómo regiones desindustrializadas y fuera de los focos de la actualidad confiaron más en cerrarse a la globalización y a la apertura de fronteras, antes que seguir dependiendo, en parte, de decisiones tomadas por una estructura supranacional.

Fenómenos similares se viven en países tan valorados económica y socialmente como Suecia y Alemania, con las consecuencias electorales ya conocidas: aumento del voto nacionalpopulista en las zonas rurales o menos desarrolladas (Alemania del Este) y rechazo a una apertura al mundo abierto que auguraba un porvenir brillante gracias a la globalización.

​Hillary Clinton llamó "despreciables" a los votantes de Donald Trump. El portavoz del gobierno de Macron les desprecia a su manera, uniéndose a los que en su país considera la protesta de los "chalecos amarillos" como una revuelta de "palurdos".

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Estos palurdos son los ciudadanos que no pueden pagarse un alquiler en el centro de las ciudades, los nuevos centros de producción de riqueza tras la agonía de las industrias locales. Son los ciudadanos a los que se les dijo en su día que era mejor comprar un automóvil movido por gasoil. A los que se les exige pagar el elevado coste social de Francia, mientras las zonas periféricas o rurales se vacían de hospitales, centros postales u otras instituciones estatales, además, claro está, de transportes públicos que les ayuden a paliar el gasto en combustible.

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Ahora se les insulta por su inaptitud ecológica. Portavoces del gobierno y del partido de Emmanuel Macron (La Repúbica En Marcha) les conminan a comprar automóviles eléctricos, o incluso híbridos, cuando no solo el precio de estos es inalcanzable para quien sigue pagando el plazo del coche de gasoil comprado hace diez años, sino que, además, no existe una infraestructura suficiente para cargar las baterías de esos nuevos adelantos que disfrutan los buenos ciudadanos preocupados por el aire puro del centro de la ciudad donde viven.

Quinoa versus tocino

Palurdos son para los urbanitas enganchados a la economía del nuevo mundo los que no se desplazan en coche eléctrico, aunque vivan a más de 50 kilómetros de su centro de trabajo. Palurdos los que fuman y se quejan del aumento brutal del precio del tabaco decidido por el gobierno. Palurdos los que desconocen los benéficos efectos de la quinoa u otros alimentos comprados en mercados, donde vendedores con uniforme hípster aconsejan sobre las virtudes de los granos y plantas frente al peligro del tocino. Palurdos, en fin, si han perdido la evolución del patinete impulsado por piernas hacia el eléctrico.

​A esa nueva clase de tarados de la modernidad no solo se les aumentan los impuestos de los productos contaminantes que consumen. Además, se les exigirá un óbolo para permitirles la entrada de sus autos contaminantes en las nuevas ciudadelas verdes.

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Las élites progresistas urbanas consideran a estos "subciudadanos" como antiecologistas.

En primer lugar, no es cierto; pero, además, convertir a la ciudadanía en defensores del medio ambiente a base de impuestos puede reconvertir al más ilustre ecologista en un climaescéptico radical. Nadie acepta envenenarse ni envenenar a sus descendientes, pero unos lo tienen más fácil que otros.

El movimiento de los "chalecos amarillos", se originó en las redes sociales y es independiente de partidos políticos y sindicatos, pero mientras estos últimos ven con cierto temor la revuelta, los partidos se han apresurado a recuperar la protesta en beneficio propio.

© REUTERS / Jean-Paul PelissierLas protestas de los chalecos amarillos en Francia
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Las protestas de los chalecos amarillos en Francia

La extrema izquierda sueña con una nueva revolución, con un "bloqueo al gobierno" a través de una huelga general, con una "coagulación de la ira" que abofetee al presidente francés en los comicios europeos de mayo.

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La extrema derecha fue la primera en subirse al carro amarillo. El movimiento plasmaba lo que Marine Le Pen pretende defender: la revuelta del pueblo contra unas élites de las que, curiosamente, ella no se siente parte. La derecha tradicional (Los Republicanos) se decidió a apoyar la ola amarilla viendo que Macron centraba personalmente la ira de los manifestantes.

La protesta de los "chalecos amarillos" querría ser interpretada por algunos como el germen de un nuevo movimiento político, aunque, de momento, se trata de una convergencia heteróclita de cabreos y exigencias dispares.

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Algunos ya hablan de una versión francesa del Movimiento 5 Stelle italiano. Otros prefieren ver similitudes con el partido "Alternativa para Alemania", porque, aseguran, a la inseguridad económica se le une la cultural.

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Y esa misma explicación de la nueva sociología urbana explica cómo los obreros que sobran ante la falta de industrias y fábricas dentro de las ciudades son reemplazados en la concesión de viviendas sociales por inmigrantes, los trabajadores de bajos salarios que necesitan la urbes y que ocupan en Francia los barrios adjuntos al centro, las "banlieues" conectadas por trenes de cercanías al centro del mundo, 'high-tech' y cosmopolita.

​Por eso, a los "palurdos" no solo se les reprocha ser antiecológicos y antimodernos, sino también ser racistas y xenófobos. Y con esos argumentos, los que se consideran progresistas y liberales están convencidos de frenar lo que describen, alarmados, como nacionalismo populista en Europa. O, dicho de otro modo, oponerse al conflicto entre las dos clases sociales que se perfilan en el, cada día más, Viejo Continente: la de los "palurdos" y la de los beneficiados con la globalización.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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