Uruguay tras las rejas: un viaje al interior de la cárcel con más muertes del país

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El caso de Julián, asesinado a los cuatro meses de haber caído en la prisión más grande de Uruguay, evidencia una de las paradojas que encarna el sistema carcelario del país: allí donde más se infringe la ley y los homicidios se multiplican por 20 en comparación al resto de la sociedad, se pretende "reeducar" a las personas para que vivan en paz.

Había días en que Julián* llegaba a su casa con un ramito de pastos y flores silvestres en las manos. Que atravesara la puerta regalando primaveras, significaba que se había portado bien en la escuela y que su mamá, Ana, no había tenido que salir apurada del trabajo para ir a buscarlo, ni escuchar los reparos de la maestra. Esos días y el resto de los días, Julián vivía a las risotadas. El niño era tan risueño que antes de llorar, aun si estaba en penitencia esperando a su mamá, largaba la carcajada. Al crecer fue igual: ante el dolor, Julián reía con el cuerpo entero.

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Se descuajeringaba incluso mientras le contaba a su mamá las torturas a las que había sido sometido estando preso en una cárcel para adolescentes en Montevideo, con 16 años. Ana está segura de que si su hijo pudiera, también relataría su muerte entre risas. Le diría que bajó tranquilo, sonriente y confiado (o no) los dos pisos que lo separaban de la puñalada que lo mató ese 27 de marzo de 2016, cuando otro recluso lo asesinó en la cárcel de adultos más grande del país. No hacía cuatro meses que estaba preso.

Ese domingo Julián se asomó a la ventana de su celda porque escuchó que desde afuera le gritaban que no fuera "cagón", que bajara a pelear, que le iban "a dar". Descendió por el exterior del edificio, colgado de una frazada amarrada a uno de los barrotes sin limar de la reja de la ventana de su celda. Aterrizó a escasos metros de su rival, en el basural que está en la parte de atrás del Módulo 11 de la Unidad de Internación de Personas Privadas de Libertad N°4, en Santiago Vázquez, a 25 kilómetros del centro de Montevideo.

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En el basural su matador lo estaba esperando con un "corte", un cuchillo casero. Cuando Julián llegó, le tiraron otro desde una de las celdas. Él no estaba acostumbrado a pelear con "cortes". Enseguida empezó la batalla, pero duró poco. Julián se resbaló y cayó; el suelo estaba húmedo, había llovido pocas horas atrás. En el piso, entre bolsas de leche vacías y restos de yerba, recibió varias puñaladas. Se desangró entre deshechos. Su asesino y otros dos presos tomaron a Julián de brazos y piernas, y lo arrastraron hasta el patio del pabellón, donde lo abandonaron.

— Yo me asomé de mañana y vi a tres personas cargando al fallecido […] Venía entrando visita y todo al módulo. […] Uno decía ‘lo maté', ‘le di por todos lados' —declaró ante la Justicia uno de los presos que fue testigo de qué sucedió después; según figura en la demanda por responsabilidad al Estado que presentó la familia de Julián por su muerte, y de la que aún esperan resolución.

— Vi cómo un interno se quedó con los cortes y los tiró para una celda y después a una cuneta —declaró otro.

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Un tercer testigo contó cómo otro preso avisó a la guardia que había "uno tirado", a los gritos. Cuando el policía llegó, Julián "estaba con la ropa levantada y el pecho al aire con una herida". El oficial pidió a los presos que lo ayudaran trayendo una carretilla. Entre ambos subieron a Julián y lo llevaron hasta la enfermería de la cárcel. Murió porque perdió demasiada sangre, y porque una de las puñaladas le había roto el corazón.

Hasta las 9.45 de la mañana de ese domingo fatal, Julián tenía 18 años, dos hijos, dos hermanos y dos hermanas; y una mamá que dos años después de su muerte enmudece al señalar el único cuadro que está colgado en el living de su casa. La vez que le sacaron esa foto, el muchacho de la sonrisa implacable miró la cámara y no hizo gesto alguno de felicidad: no camufló su verdad. Julián posó serio.

"Él era una persona que siempre la veías feliz, no mostraba que en realidad era un gurí [muchacho] recontra triste por todas las cosas que le pasaron. Tenía mucha tristeza adentro", contó su madre a Sputnik.

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Julián era una de las casi 11.000 personas mayores de 18 años que estaban presas en 2016 en el país, cifra que se mantiene hasta hoy: Uruguay es uno de los países latinoamericanos con niveles cada vez más bajos de pobreza (desde 2004 hasta 2017 bajó de 60% al 21,3%), con un indicador "muy alto" de desarrollo humano, y sin embargo, uno de los que más encierra. Anualmente unas 6.000 personas entran y salen del sistema penitenciario, sin contar a los familiares de los reclusos y trabajadores.

El "paisito" es uno de los que más presos tiene en proporción a la cantidad de habitantes: 321 cada 100.000. El número posiciona a Uruguay muy por encima de, por ejemplo, Colombia, que a pesar de tener una mayor tasa de homicidios (24 cada 100.000) y grupos paramilitares y un conflicto armado, tiene una tasa de prisionalización 95 puntos más abajo que la uruguaya. A su vez, en el ranking de países mundial con más presos por habitante, Uruguay ocupa el puesto 28 de un total de 222 países, según el Informe Anual 2017 del comisionado parlamentario penitenciario uruguayo, Juan Miguel Petit.

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De los casi 11.000 presos que hay, se recluye al 30% (unas 3.200) en la cárcel donde murió Julián, en módulos de media y máxima seguridad. La mayoría son hombres jóvenes (94% tiene entre 18 y 29 años), pobres, que cayeron presos por delitos contra la propiedad; también hay una decena de mujeres trans, generalmente presas por delitos relacionados a las drogas. Esa cárcel es conocida como Comcar, y el Módulo 11, donde estaba Julián, como uno de los agujeros negros del sistema penitenciario uruguayo. Allí las personas reciben "tratos crueles, inhumanos y degradantes", según el informe de Petit.

En otras palabras: el pabellón es una gran letrina donde las celdas son cubículos, tan espartanos y repugnantes, que tienen un bloque de cemento con un agujero que hace las veces de inodoro a unos pocos centímetros de otros bloques de cemento que cumplen la función de cama: el único lugar (además del piso) donde los presos pueden sentarse a comer. Pero eso no es lo peor. Lo peor sucede si se olvidan de tapar ese agujero con alguna botella de plástico, porque por allí entran ratas. Aunque quizá eso tampoco no sea lo peor de lo peor.

"Llegada la noche era un infierno", dijo a Sputnik Juan Andrés, que estuvo encerrado en el Módulo 11 del Comcar. "Los PPL [personas privadas de libertad] caminan toda la noche en busca de drogas y pidiendo para comer y fumar. A cualquier hora te iban por el ventilador [ventana pequeña o agujero que funciona como ventilación de la celda] a manguearte lo que rayara [pedirte lo que sea]".

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Otras veces directamente "llegaban con lanzas de tres a cuatro metros con puntas afiladas, con cuchillos, para llevarse todo". Esas escenas, casi siempre, sucedían amparadas por la oscuridad. "Toda la noche se cortaba la luz y la gente agitaba las [rejas de las] puertas [de las celdas] para que se subiera el interruptor. Era algo aturdidor y terrorífico, casi una hora de gritos y golpeteo. Imagínese". Juan Andrés sabe de qué habla, tiene una cicatriz en el antebrazo derecho que no lo deja mentir.

Es usual que quienes caen en el Módulo 11 habiten esa violencia a todas horas, los siete días de la semana. Julián no fue la excepción. Dentro de las prisiones uruguayas hay 20 veces más asesinatos que fuera: la tasa de homicidios es de 154 cada 100.000 personas, y 8,1 en el resto de la sociedad. En 2016, año en que murió Julián, se registraron 44 muertes violentas en el sistema penitenciario para adultos uruguayo, 25% de ellas ocurrieron en el Comcar, según figura en el Informe Especial sobre muertes en prisión 2016 de Petit. Dos años después, las muertes violentas en las prisiones descendieron, pero en el Comcar, aumentaron. Hasta el 9 de noviembre de 2018 se habían contado 22; más del 40%, allí.

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Julián ingresó al sitio donde encontraría su muerte tras haber estado preso tres veces en cárceles para adolescentes. Desde esa primera vez, pasó más tiempo tras las rejas que en libertad. En 2013, cuando tenía 15 años y estaba esperando su primer hijo, estuvo aproximadamente dos meses en la cárcel Desafío, donde se recluye a adolescentes de entre 13 y 15 años, en un régimen de media y alta seguridad. Él terminó ahí porque no encontró otra manera de cubrir las necesidades de su pareja embarazada.

"Se hizo cargo haciendo cualquier cosa —se lamentó Ana-. Yo podía ayudar pero no podía mantener más gente, tenía a mis otros cuatro hijos y a los dos nietos viviendo acá conmigo. Él era menor [de edad], no conseguía mucho trabajo… Y bueno, empezó con esas salidas a delinquir, y una cosa llevó a la otra".

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Las marcas del encierro, sutiles o toscas, duran para siempre y no se limitan al adentro, se reproducen también afuera. El estigma del preso se propaga incluso después de su propia muerte. Horas después del homicidio de Julián, el canal uruguayo de televisión Monte Carlo mostró cómo lo habían asesinado. Alguien había filmado lo ocurrido con su celular. El vídeo se hizo viral. Ana se tomó un ómnibus, y otro, para llegar al canal, y pedir que no lo pasaran más. Pero allí le dijeron que hiciera la denuncia ante un juez, que en Uruguay existe libertad de prensa y ellos podían hacer lo que quisieran con el vídeo.

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Ana y sus hijos viven en uno de los barrios más pobres de Montevideo, en la periferia oeste del departamento. Allí no hay saneamiento, infraestructura pluvial, veredas ni cordones, red eléctrica ni alumbrado público. Desde su casa se ven más casas de bloque y chapa, sólo de chapa, de cartón y nylon, calles de tierra y caballos pastando en las cunetas.

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Esas casas son habitadas, en promedio, por personas más jóvenes que las que viven en el resto de Uruguay. Quienes tienen entre 15 y 64 años y viven allí, están a cargo de más niños que otras personas de su misma franja etaria en otras zonas del país.

La región oeste montevideana también se caracteriza por tener casi cuatro veces menos hogares conformados por una sola persona que el promedio nacional (6% y 23% respectivamente), índices de pobreza y desempleo bastante mayores a las del resto del país, y pobladores que están menos tiempo vinculados al sistema educativo. Un informe del ministerio de Desarrollo Social uruguayo de marzo de 2018, concluye que la "región oeste concentra mayores niveles de vulnerabilidad".

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Desde que Ana tiene memoria, recuerda que tuvo que pelear por sus pesitos; ella limpiaba en cuanta casa le dieran oportunidad. Después empezó a trabajar para empresas de limpieza y para patrones con plata. Siempre limpiando, la mayoría de las veces con sus derechos pisoteados: sin seguridad social ni un sueldo fijo, cumpliendo más horas de las establecidas por ley (ocho), lloviera y tuviera que salir con bolsas en los pies por el barro que se juntaba en su barrio, o le doliera la espalda de pasar el día agachada trapeando pisos, o no pudiera dejar a alguien al cuidado de sus hijos.

"Yo los crié sola y siempre trabajé —dijo Ana-. Los gurises pasaban prácticamente solos, y yo tenía que trabajar para mantenerlos, estaba todo el día afuera, entonces como que ellos mismos se hacían cargo de ellos, porque tampoco tenía un trabajo como para pagar a quien los cuide, y los gurises, más en estos barrios, se empiezan a descarriar, empiezan con las juntas y terminan en lo que terminan… tienen un karma con la cárcel".

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Eso mismo que plantea Ana, explicó a Sputnik el sociólogo y senador uruguayo Rafael Paternain. "Hay un correlato, una continuidad entre el barrio y la cárcel", dijo. "Se da una socialización delictiva […] en términos de las características socioeconómicas de la población. La continuidad tiene que ver con eso: ciertas prácticas, códigos, subculturas, como se le quiera llamar, pero sobre todo es la precariedad socioeconómica que va cambiando de escenario, lo que hay afuera efectivamente se reproduce dentro" de la cárcel.

"Entonces ¿qué puede hacer la cárcel para ‘rehabilitar' cuando tienes que remontar las propias condiciones originales? Tenés que cambiar, transformar totalmente el contexto de origen, para que cuando egresen no se encuentren con la nada misma". "Más prisionización es más precariedad", resumió.

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Julián salió en libertad del Desafío y estuvo un par de meses haciendo changas, cumplió 16 años y volvió a caer preso. Esta vez lo encerraron en el Centro de Máxima Contención, estando allí conoció a su bebé, pasó las fiestas navideñas y de fin de año, y cumplió sus 17. Estuvo detenido un año, "hizo una huerta", terminó la escuela.

Cuando salió, vio nacer a su segundo hijo, de otra novia. Estuvo dos meses afuera, viviendo en la casa de su mamá, trabajando sin continuidad en lo que surgiera, y volvió a la cárcel. Ana evoca esos años como una "seguidilla": "Salía y caía, salía y caía, estaba poco tiempo afuera".

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El tránsito intermitente por el sistema carcelario, el "ganar" y "perder", da cuenta del "limbo entre la convención y el crimen" en el que "coquetea" el adolescente judicializado, asegura el sociólogo uruguayo Luis Eduardo Morás en el "Estudio de trayectorias de vida de adolescentes en conflicto con la ley con particular énfasis en la relación delito-trabajo", del Programa Justicia e Inclusión de la Unión Europea. La investigación concluye que los adolescentes no viven en la legalidad o en la ilegalidad, sino que alternan su permanencia de forma discontinua, y se mueven de un lado a otro según su interés en dar respuesta a sus necesidades materiales y simbólicas.

No hay destino marcado por ningún oráculo que indique la inexorabilidad de una "carrera delictiva"; los pibes que roban, que arrebatan con violencia, que matan, no son "sujetos delincuentes": están a la "deriva", transmutando.

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La última vez que Julián estuvo preso en una cárcel para adolescentes, fue en el Centro de Ingreso, Estudio, Diagnóstico y Derivación (CIEDD) por 90 días, el máximo legal para encarcelar a un menor de 18 años sin condena judicial.

"Cuando yo lo veía en las otras cárceles, él seguía riendo. En el único lugar en el que no mantenía tanto la risa fue ahí", recuerda su mamá. Aunque Julián ocultaba sus pesares curvando la boca hacia arriba, estando en esa cárcel no pudo hacerlo más, por más que sabía que mentir es ganarse la tranquilidad de quienes lo esperaban afuera.

En el CIEDD a Julián lo torturaron a través del régimen de reclusión impuesto: aislamiento, una práctica prohibida por Naciones Unidas. El joven estaba encerrado solo en su celda, sin radio ni televisión, ni persona alguna con la que pudiera hablar, en condiciones deplorables. Llegó a tomar agua de la cisterna. "Llegó a escuchar voces y cosas". Y a orar.

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Ana podía ir a verlo una sola vez a la semana, durante una hora. A la visita tenía que entrar sólo con un paquete de galletitas y un refresco que no fuera sabor cola y que fuera chico, porque si sobraba tenía que tirarlo o llevárselo, no se lo podía dejar a Julián. En el calabozo donde se encontraban, sólo había una mesa de fierro amarrada al piso y dos bancos. Hasta allí los carceleros llevaban a Julián engrilletado, de pies y manos, violando las convenciones internacionales que Uruguay ha firmado (del Niño, Reglas Beijing, Reglas de Riad), quitándole un poco más de dignidad, angustiando a su mamá. Una vez dentro, los encerraban, trancando la reja.

"Es una cárcel que caminas dos pasos y cierran una puerta, dos pasos más, y cierran otra. […] Llevé una sola vez al hermano chico de Julián para que lo vea, iba yo sola a verlo porque le sacaban todos esos grilletes ahí, y se los volvían a poner ahí, como si fuera un asesino descontrolado", recordó Ana.

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Julián tenía miedo en la noche, cuando apagaban la luz. Ella supone que "por las veces que lo despertaron dándole palo", golpeándolo. El aislamiento y los malos tratos no fueron las únicas torturas a las que fue sometido.

— ¿Cómo te enteraste que Julián estaba siendo torturado?

— Estaba muy triste, muy triste, yo me daba cuenta, no sonreía ni por decreto. Incluso a veces lo sacaban a la visita medio dopado, le daban pastillas, mucha quetiapina, que es un medicamento controlado, ahí le daban como si fuera un caramelo […]. Se ve que las cosas, las torturas, le golpearon muy duro. Si vivió algo antes [en las otras cárceles], él no me contó. En ese lugar me contó porque yo lo veía mal, mal, él era muy corpulento y estaba recontra flaquito, recontra flaquito… En menos de un mes no sabes cómo quedó, y yo le empecé a preguntar, a insistir, y ahí me contó.

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Una noche de invierno lo dejaron sin frazada. Para protegerse del frío cortó el colchón a la mitad y se metió adentro. Cuando uno de los guardias se dio cuenta, lo sacaron a golpes, lo tiraron al piso, lo desnudaron, lo mojaron y lo esposaron de pies y manos a la cama, toda la noche, hasta el cambio de guardia, la mañana siguiente.

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Ana no tenía dudas de que Julián le estaba diciendo la verdad, sabía que no la iba a preocupar con una cosa que no era. Denunció las torturas ante la Institución Nacional de Derechos Humanos (INDDHH) de Uruguay. Le dijeron que iban a realizar una "inspección" en el CIEDD. Los adolescentes los esperaron con carteles que decían "tenemos hambre". Cuando se fue el equipo de la INDDHH, "les dieron palo abierto".

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El día 91 dejaron ir a Julián. Por ley no lo podían tener más tiempo encerrado. Se puso a trabajar en un supermercado. Al "poquito tiempo", Ana no recuerda si en menos de cinco meses, volvió a caer. Esa vez, terminó en el Comcar. Ana no sabe "dónde está la falla" en ella, una mujer que nunca se quedó dejó de ir a trabajar para que sus hijos no tuvieran que salir a robar. Aún así, pero por alguna razón, tres de sus cinco hijos han estado tras las rejas. Un sitio del que no sale "nada bueno".

"Lo que vas creando adentro es rabia, bronca, dolor. Eso no trae nada bueno. Te inyectan eso en esos lugares, eso es lo que hacen. No creo que rehabiliten a la gente así, porque te quedás empapado de malos sentimientos con todas esas cosas. Para mi sirve para pudrirlos más", dice Ana, que sabe.

"Lo que no sé es cómo llamarle al sentimiento que te queda para con los demás, con los responsables de la muerte de mi hijo. Cuando llegué al Comcar a identificar el cuerpo me trataron mal, horrible. Cuando entré los policías decían: '¡Ahí viene la madre del reo muerto!'. Cuando llegué a la oficina del director o subdirector, no recuerdo quién era el que me atendió, me decía ‘¿por qué llora señora? ¿por qué llora?'".  

 

*Los nombres de los protagonistas de esta historia fueron modificados para preservar su identidad; no así los de los expertos consultados.

** Se usa el genérico masculino porque, a pesar de que las mujeres que están presas también sufren vejaciones, los hombres representan la gran mayoría de la población penitenciaria, y las muertes.

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