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Theresa May debe dimitir cuanto antes

© REUTERS / UK Parliament/Jessica TaylorTheresa May, primera ministra de Reino Unido
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Después de muchos debates y votaciones en el Parlamento británico a propósito del ya cansino Brexit, lo único que cada vez parece más claro en esta interminable crisis es que la primera ministra, Theresa May, debe dimitir cuanto antes.

Hasta ahora se podía decir que estaba aguantando por sentido del deber, por responsabilidad, pero su segunda y humillante derrota sufrida esta semana en la Cámara de los Comunes y sus evidentes contradicciones la han dejado a los pies de los caballos. Está muy débil políticamente, casi sola, ya no ve, o no quiere ver, que el camino se ha terminado para ella. Pero no tira la toalla.

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En otras circunstancias, su infinita tenacidad, determinación y perseverancia serían cualidades que podrían ser muy beneficiosas para favorecer el interés nacional. Pero en este caso, han demostrado que son un obstáculo incómodo.

El último ejercicio retórico de May ante la Cámara de los Comunes, con la voz de la jefa del Ejecutivo inglés rota por la tensión, defendiendo una nueva versión del acuerdo con la Unión Europea, fue un ejercicio de autoengaño que bordeó lo patético. Porque el problema del Brexit radica en que se basa en una flagrante mentira. La salida no beneficia al Reino Unido, incluso aunque fuera ordenada y negociada. La campaña de los favorables al Brexit defendió la falacia de que es posible abandonar el mercado único, fortalecer la soberanía nacional y limitar la inmigración sin sufrir, por efecto, grandes costes económicos.

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Buena parte de la población se tragó el mensaje. La falta de información e incluso la desidia hicieron el resto. Ahora viene la indigestión.

¿Quién puede sustituir a May?

Encontrar una alternativa con el mínimo de apoyos representaría un quebradero de cabeza para el fragmentado Partido Conservador, para el país entero y consecuentemente para toda la UE. Su renuncia supondría probablemente la disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevos comicios.

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El sector duro de los tories y la prensa conservadora que les apoya afirman que se están exagerando los efectos apocalípticos del Brexit sin acuerdo. Viven en un mundo paralelo. No aceptan la realidad. Aunque en principio se ha descartado ese supuesto, el Gobierno de Su Majestad ya ha preparado un plan de contingencia que pone los pelos de punta.

El proyecto prevé reducir a cero los aranceles a casi todas las importaciones procedentes del Viejo Continente para intentar así evitar un terremoto entre los consumidores y la interrupción abrupta de la actividad comercial. Pero mantendría los aranceles en productos básicos, como la ternera, el cordero, el pollo o algunos lácteos, para proteger a los granjeros y productores locales.

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Esta liberalización arancelaria temporal suavizaría, previsiblemente, los efectos perversos de la inflación en los supermercados, pero convertiría a Irlanda del Norte en un paraíso para los contrabandistas pues no habría controles aduaneros en la frontera entre esta provincia británica y la República de Irlanda. Sería como poner un pequeño apósito a una profunda herida sangrante. Sería el mayor cambio en las reglas del juego del comercio británico desde mediados del siglo XIX, un cambio salvaje sin preparativos ni consultas. Es decir, más paro, más inflación y menos salarios. En definitiva, menos prosperidad.

¿Y ahora qué va a ocurrir?

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Fiel a su carácter tozudo y obstinado, May volverá a presentar al Legislativo su acuerdo de salida negociado con la advertencia expresa a los sectores euroescépticos de que, si no lo aceptan esta vez, el Brexit puede escaparse entre sus manos. Su idea es solicitar a Bruselas una prórroga solo de tres meses, hasta el 30 de junio. En caso contrario, habría una extensión más larga que obligaría al Reino Unido a participar en las elecciones europeas, lo que provocaría aún más complicaciones si cabe. La opción más viable es que May logre los votos de los diputados rebeldes que necesita, pero a cambio de que presente su dimisión.

Bruselas, por su lado, está ya muy cansada de todo este asunto. Empieza a estar incluso harta, porque considera que los legisladores del otro lado del Canal de la Mancha no se aclaran ni entre ellos mismos y están tomando el pelo a sus ciudadanos y por extensión a sus socios europeos.

Como dijo con mucha elocuencia y sarcasmo un negociador comunitario, la votación sobre el Brexit sin acuerdo —que fue rechazado por cuatro sufragios— fue un absoluto disparate: "Es como si el Titanic votara a favor de que el iceberg se eche a un lado".

"Hay solo dos formas de dejar la UE: con acuerdo o sin él. La UE está preparada para ambas. Para sacar de la mesa de negociaciones la salida sin acuerdo, no es suficiente votar en contra de ello, tienes que alcanzar un acuerdo", remachó un portavoz de la Comisión Europea.

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Los británicos son los únicos responsables de haberse metido en este monumental embrollo. Nadie les pidió que se marcharan. Organizaron un referéndum que apoyó el Brexit. Bruselas no activó ningún procedimiento de expulsión. Fue May quien, aludiendo al mandato del pueblo, invocó el cacareado artículo 50 del Tratado de la UE que prevé el mecanismo para la retirada voluntaria y unilateral de un país. Y esta tiene (todavía) un plazo muy concreto: el 29 de marzo. Ahora, la clase política británica se enfrenta a un enorme descrédito popular, con los parlamentarios enzarzados en enmiendas bizantinas e inútiles, y con la primera ministra dando instrucciones inauditas a su equipo y perdiendo por completo el control de la Cámara de los Comunes.

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Como bien titulaba en su portada el diario Daily Mail, un periódico próximo a los conservadores, Westminster se ha transformado en una "casa de locos" en la que los "desdeñosos" diputados eligen hundir al país en el caos en vez de enfrentarse a la implacable realidad de los hechos.

Londres siempre ha sido una piedra en el zapato de la Unión, poniendo peros, exigiendo el "cheque británico", un descuento en su contribución al presupuesto común que fue negociado en 1984 durante la era de la Dama de Hierro, Margaret Thatcher. Pero el matrimonio de conveniencia traía más ventajas que inconvenientes… ¿o no?


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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