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Mercedes, Culiacán, Colorado: el ocaso de la guerra contra las drogas

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Casi medio siglo después del inicio de las políticas prohibicionistas en EEUU, el modelo criminalizador se cae bajo el peso de la realidad. El mundo se encamina a combatir las adicciones fuera del ámbito penal. Tres microhistorias para entender el porqué.

Algún día los libros de historia del continente narrarán cómo nuestros países, en un pasaje triste de su etapa colonial, cayeron en la trampa de impulsar la criminalización de conductas privadas y el cultivo de ciertas plantas, so pretexto del cuidado de la salud pública. El balance histórico será demoledor: miles de muertos y encarcelados, zonas enteras devastadas por una guerra absurda e injusta, y una sociedad dividida por un paradigma engañoso y anticientífico.

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Muchas de las drogas hoy declaradas ilícitas fueron fundamentales en la consolidación de las élites colonialistas de finales del siglo XVIII y principios del XIX, y están estrechamente ligadas al comercio de esclavos y la acumulación originaria del capitalismo en las naciones centrales. El proceso de criminalización de estas sustancias ha obedecido a fenómenos poco relacionados con políticas de salud pública. Más bien está vinculado con fenómenos sociales de otra índole. Además, ha sido funcional a los intereses de los cárteles del narcotráfico. Milton Friedman señaló que la prohibición tiene el efecto de mantener los precios altos a partir de la creación de un mercado oligopólico.

Casi medio siglo después del inicio de las políticas prohibicionistas en EEUU, de norte a sur del continente el modelo criminalizador se cae bajo el peso de la realidad. Se impone un balance racional, y una revisión del cúmulo de leyes insanas que han contribuido a una guerra que dejó más daños que beneficios.

Tres microhistorias permiten dar cuenta de este proceso.

Mercedes, Argentina: El megaoperativo, 12 años después

En noviembre del 2007, la pequeña ciudad de Mercedes (Buenos Aires) amaneció convulsionada. Hubo ocho allanamientos y siete individuos detenidos. En el procedimiento se involucraron tres fiscalías, dos jueces y una brigada de narcóticos. La prensa bautizó a la jornada como el "megaoperativo" y detalló el trabajo de los superagentes, un grupo de investigadores que trabajó bajo identidad reservada.

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Pese a la ostentación, la cruzada fracasó. El juicio final a los acusados tardó nada menos que 12 años en celebrarse. Tuvo una opaca, misérrima cobertura en los medios. Muchos testigos citados ni siquiera comparecieron. Todos los acusados fueron absueltos, excepto uno que apeló y probablemente será absuelto en segunda instancia. ¿Cómo se explica semejante resultado?

La causa se propuso, sin éxito, que los vecinos-clientes de circuitos de narcomenudeo delataran a otros vecinos (muchas veces amigos entre sí) por operaciones de compra y venta de sustancias ilegales. Las cantidades mínimas requisadas en los allanamientos restaron aún más prestigio al proceso. Todo el despliegue judicial y policial sirvió apenas para la exhibición pública de un puñado de adictos y proveedores locales. El escarnio no tuvo mayores efectos, ni a nivel individual ni colectivo.

No solamente la enorme tardanza en ir a juicio cuestiona los resultados del megaoperativo. También que, 12 años después, uno de los adalides judiciales de la cruzada esté procesado por colaborar con el espía y extorsionador Marcelo Dalessio aportando datos personales confidenciales que se utilizaban para chantajear a empresarios y políticos. Lo que comenzó con un espionaje de consumidores y agentes de narcomenudeo derivó en tráfico de datos personales utilizado con fines criminales.

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Los ejemplos de la irracionalidad de la legislación antidrogas se palpan a diario. En otro caso, un juez de Mercedes condenó a pena de reclusión a una mujer, madre de tres hijos, por narcomenudeo. Los niños, que no tienen más familia que su madre, deben ser alojados en un centro de acogida. ¿No es peor el remedio que la enfermedad?

Culiacán, México: Una ciudad junto al Chapo

El prohibicionismo ha creado monstruos de enormes dimensiones que no sabemos cómo desactivar.

Hace pocos días, en Culiacán, México, una comitiva policial intentó detener al hijo de Joaquín Guzmán, el Chapo de Sinaloa. El hijo del Chapo —hoy recluido en una cárcel de Estados Unidos— también está solicitado por la justicia norteamericana bajo los cargos de continuar con las actividades del cártel que conducía su padre.

El intento fue abortado por las propias fuerzas de seguridad del cártel. Los 30 policías fueron rápidamente rodeados por un centenar de hombres, que además cortaron las vías de acceso al lugar para impedir que lleguen refuerzos. Toda Culiacán, por otro lado, se iba a convertir en un infierno de violencia y represalias.

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Una comisión de Seguridad Nacional —con la bendición del presidente López Obrador— decidió suspender la detención, que por otra parte, iba a ser inútil.

Los cárteles de la droga son hidras de mil cabezas. Desaparecido un jefe, lo reemplaza otro. Son redes altamente organizadas y con una profunda inserción social. En México sus jefes gozan de alta popularidad en sus regiones de influencia: financian escuelas, centros deportivos y universidades. Hacen filantropía, y crean empleos para miles de personas.

Las familias de los cárteles gozan de una gran reputación social. La Justicia los considera delincuentes porque trafican con sustancias ilegales, pero si la legislación fuera otra, serían considerados empresarios exitosos, forjadores de la prosperidad de sus comunidades. Regiones enteras arrasadas por las políticas neoliberales viven de cultivar marihuana, prohibida en México pero legal en cada vez más lugares de Estados Unidos.

El doble rasero es evidente. Del lado de México se militarizó el combate a las drogas, a petición de EEUU. Pero del otro lado, la sociedad estadounidense muestra un ajuste cómodo al problema: un sistema no oficial de distribución funciona sin sobresaltos. No hay jefes mafiosos ni cárteles en las noticias, pero millones de consumidores —el principal mercado del mundo— compran sus dosis con normalidad.

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Antes de la guerra contra el narco iniciada por Felipe Calderón en 2006, los asesinatos en México mantenían una tendencia a la baja, pero repuntaron considerablemente a partir de la militarización del combate a los cárteles. Esta política costó ya más de 250.000 víctimas.

En 2016, México se ubicó como el segundo país en conflicto bélico con más muertos, solo detrás de Siria. Los cárteles, sin embargo, no se han debilitado. El episodio de Culiacán los muestra con mayor poderío que la seguridad del Estado.

Por eso, el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador plantea reformular el combate a las drogas a través de levantar la prohibición a las sustancias que hoy son ilícitas.

El Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2019-2024 enviado por el Ejecutivo a la Cámara de Diputados propone que los recursos destinados a combatir el trasiego de drogas ilícitas sean aplicados en programas masivos de desintoxicación.

El texto de 298 páginas advierte que en materia de estupefacientes "la estrategia prohibicionista es ya insostenible, no solo por la violencia que ha generado sino por sus malos resultados en materia de salud pública".

Colorado, Estados Unidos: la otra cara

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Estados Unidos, que tanto insistió en combatir el tráfico de drogas a sangre y fuego en nuestros países, puertas adentro inició un camino opuesto. El estado de Colorado sancionó en 2012 la legalización del consumo y el cultivo de la marihuana. Siguieron su ejemplo, hasta la actualidad, otros 12 estados de la potencia del Norte.

Al despenalizar el cannabis se creó un nuevo mercado con aranceles e impuestos. Los resultados muestran múltiples indicadores de ganancia social.

Por un lado, la ecuación económica. Hasta el 2018 se habían creado 1300 locales y 34 de empresas dedicadas a la producción y venta de marihuana. Estas compañías cotizan en la bolsa de Wall Street. Del 2017 al 2018 el mercado canábico tuvo un crecimiento del 9,5 a 12,2 billones de dólares. Para el 2019 se proyecta un aumento de 17 billones. La ganancia, antes reservada a narcotraficantes ilegales, queda ahora en manos del Estado y productores que no necesitan de sicarios ni arsenales. Colorado, además, se ha convertido en una meca turística interna en EEUU.

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No hay que olvidar los beneficios financieros en el ahorro de policías y encarcelamientos, además las ganancias en los impuestos. Estados Unidos es el mayor consumidor de drogas ilícitas, con 22 millones de consumidores: 60% de ellos son fumadores de cannabis. De los encarcelamientos por posesión de droga, más de la mitad estaban relacionados con la marihuana.

Por otro lado, están los beneficios en materia de salud y seguridad pública. En Colorado, el consumo de marihuana entre la población adulta casi no mostró cambios, pero el consumo entre adolescentes descendió. Hay además menor cantidad de arrestos e incidentes policiales relacionados con la hierba.

Los resultados son similares a los de Portugal, que legalizó todas las drogas en el 2001. El PIB del país ibérico —que era más de USD 120.000 millones— se duplicó en una década. También decayó en un 50% la cantidad de narcodependientes problemáticos. En Uruguay, la legalización de la marihuana es un proceso lento y su impacto social es difícil de cuantificar aún, pero probablemente mostrará esa tendencia.

En general, el conjunto de experiencias señala que cuando el consumo no es penalizado sino regulado, se produce un incremento en los ingresos públicos y una tendencia a la disminución de los problemas de drogadicción.

De la guerra contra las drogas al combate de las adicciones

La guerra contra las drogas está siendo ridiculizada en todo el mundo. Y afortunadamente, el lenguaje bélico va siendo reemplazado por políticas más compasivas.

El problema del abuso de sustancias se encamina a tratarse dentro del ámbito más amplio de la lucha contra las adicciones, que se han multiplicado en diversos niveles: adicción a la TV, a los azúcares, a los celulares y hasta al ejercicio compulsivo. Pero la batalla tiende a librarse fuera del ámbito penal.

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El argumento central es que se trata de un problema inevitable en el mundo actual, y que su erradicación mediante la represión resulta más dañina para la sociedad que su prevención o su tratamiento. Una estrategia basada en la aplicación de una ley rigurosa termina por producir reacciones violentas y el crecimiento de los mercados ilícitos, al tiempo que crecen los índices de marginación sobre los usuarios y narcomenudistas.

Será necesario un cambio cultural profundo: fueron muchas décadas de propaganda insistente de un paradigma errado y malintencionado. Legisladores, jueces y agentes policiales deben tomar conciencia junto a la ciudadanía.

Legalizar las plantas es el primer paso, habida cuenta de la absurda pretensión antropocéntrica que implica declarar ilegal a un elemento del mundo natural. Combatir las drogas es el paso siguiente. Se impone no solamente una batalla contra el abuso de químicos como la cocaína, heroína y otros enervantes, sino también contra el uso generalizado de drogas legales como política hegemónica de salud. Curiosamente, la epidemia en torno al uso de antidepresivos, ansiolíticos y pastillas para dormir no parece preocupar a los guardianes pretorianos de la salud pública.

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