"Desde que era un niño siempre vengo al Rincón —santuario nacional de San Lázaro, en La Habana—, mis padres venían cada año a cumplir una promesa que hicieron para que me salvara de una enfermedad y me traían, y ahora sigo viniendo yo para agradecerle, y eso lo haré mientras tenga fuerzas y vida y para estar aquí venerándolo", comentó a Sputnik Carlos Manuel Díaz, uno de los devotos que cumple su promesa cada año.
"A los tres años de edad tuve una enfermedad infecciosa que me tuvo muy grave, al borde la muerte, y según mis padres, los médicos no contaban con que sobreviviera, y mi padre invocó a San Lázaro, y le prometió se arrastraría hasta la iglesia si me salvaba", dice Díaz, de 51 años, que exhibe orgulloso sus rodillas y codos ensangrentados.
Este hombre fornido, con cara bonachona, es uno más entre miles de devotos que cada año participan de estas fiestas-homenaje al "viejo Lázaro", como le dicen los cubanos, que se repite cada 17 de diciembre se cómo fiel tradición religioso-popular.
Todo un espectáculo impresionante donde hombres y mujeres del pueblo buscan la esperanza en la fe, aun cuando todos no se consagran a la misma deidad, donde en la variedad del sincretismo religioso de este pueblo multicolor avanzan en el mismo grupo devotos del Obispo Lázaro, del Lázaro discípulo de Jesús de Betania, al Lázaro de la parábola de San Lucas o al viejo leproso santificado por los cultos africanos, Babalú Ayé.
Esa masa compacta y silenciosa busca en cualquiera de estas divinidades el consuelo a sus desgracias, la gracia del amparo y un poco de paz en el futuro, y sea cual sea el que le ofrezca, ahí estará el rezo desesperado por el niño enfermo, por el viejo desvalido, por el humano falto de alegría, o la sonrisa del bienaventurado.
Allí están para escuchar la misa del párroco oficiante, o para regar por los alrededores las "limpiezas" encargadas por los santeros que adoran a Babalú, convirtiendo al templo en una casa común donde se reúnen todos los cubanos.