Óscar Yubero vive en San Javier, localidad costera del sureste de España. Se mudó en marzo y hasta hace unas semanas no pudo pisar la playa por la pandemia de coronavirus. Desde que está permitido, se acerca a dar un garbeo y tomar algo en algún chiringuito. El estado de alarma ha terminado, pero le da lo mismo: ni siquiera sin las restricciones sanitarias se atreve al chapuzón. "Voy al Mediterráneo, aquí está horrible", comenta por teléfono a Sputnik. Ese adjetivo se refiere al Mar Menor, una laguna salada de 170 kilómetros cuadrados que en los últimos años ha sufrido un paulatino desastre medioambiental. La construcción desaforada, el turismo masivo y la agricultura intensiva han acabado con este ecosistema único.
Esta vecina de 58 años forma parte del colectivo ciudadano Por un Mar Menor Vivo y ha salido las últimas semanas a protestar por su triste condición y su eventual colapso. Piden un "cordón vegetal" que impida la invasión de los terrenos para agricultura y una inversión para recuperar su flora, así como abogar por un turismo más saludable, alejado de las moles de hormigón que recortan un horizonte anteriormente desnudo. Hasta están tratando de otorgarle personalidad jurídica. "Porque no se puede fotografiar el olor", incide Albaladejo, "si no, la gente vería lo que sufrimos cada día, aparte del fango, las algas y el color del agua que hay".
Pasó el disgusto en un confinamiento obligado. Los meses del estado de alarma, la epidemia sanitaria copó los titulares: en España más de 28.000 personas morían por coronavirus. Antes, en febrero, el ejecutivo se había propuesto destinar 5,8 millones de euros para su protección y promoción. Un tercio del presupuesto total. Sin embargo, los meses de traslado vacacional han devuelto la mirada: en julio, la afluencia ha descendido y su aspecto es parecido al de otras temporadas. Influye en la merma de visitantes la cautela por un rebrote de COVID-19, pero también el "repelús" que da el Mar Menor, tal y como lo describe Óscar Yubero. "Hay mucha gente en la orilla, pero pocos bañándose", expresa.
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Lo atestigua Onésimo Hernández, profesor en la Universidad de Murcia de 37 años y residente en La Manga, la lengua de tierra de 22 kilómetros que separa al Mar Menor del Mediterráneo. "Apenas he bajado por el final de curso, pero sí que me han comentado que algunos sitios estaban como un cenagal", responde, explicando que, en cualquier caso, este año es excepcional. Por un lado, el parón de la epidemia ha favorecido a la flora y la fauna. Por otro, el devenir irreversible del ecosistema sigue mostrando sus secuelas. "Estuve a finales de mayo y estaba todo descuidado. No se había hecho nada y estaba todo con algas", apunta Pilar Morales, fotógrafa freelance de la zona que lleva un año documentando esta hecatombe medioambiental.
Y eso hace que las opiniones estén enfrentadas. El 22 de julio, PP, PSOE y Ciudadanos firmaron la "nueva ley de Recuperación y Protección del Mar Menor", que incluye la ampliación de 500 a 1.500 metros de la franja de especial protección y restricción de uso de fertilizantes en torno a la laguna salada, la prohibición de nuevos invernaderos en esa área o la obligación de restituir los regadíos ilegales. Y, aun así, la norma no ha contentado ni a los grupos ecologistas y sociales, que la consideran insuficiente, ni al sector agrario, que ve su desaparición.
"La degradación ha continuado sencillamente porque no cesan los vertidos, ya sean superficiales o subterráneos", comenta Celia Martínez Mora, ingeniera agrónoma y miembro de la agrupación Pacto por el Mar Menor. "Se han hecho reuniones, comisiones y un par de decretos ley. Han sellado y desmantelado el salmueroducto sin solución alternativa. Estudian métodos para desnitrificar y llevar los vertidos tratados al Mediterráneo. La vigilancia y control es insuficiente o inexistente a la vista de lo que tenemos", enumera quien fue concejal de Medio Ambiente y estos días presenta el libro Mar Menor. Dentro de ti.
"Viene la gente porque tiene segunda residencia, y los residentes seguimos viviendo aquí", arguye la cartagenera de 46 años, "pero no se trata de algo estacional ni de limpiar la piscina, sino de cambiar un modelo productivo que agota los recursos y afecta a nuestra calidad de vida".
El presidente de la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) del Campo de Cartagena, Vicente Carrión, afirma que "todas las leyendas que han alimentado esto no están basadas en datos científicos" y asegura que se les "ha querido culpar de todo". Francisco Turrión, hidrogeólogo de 57 años, alega que el problema se retrotrae al trasvase Tajo-Segura, de hace tres décadas. Esa inyección de agua rebosó los acuíferos: "Se apostó por los invernaderos para tener hasta tres cosechas al año, pero, sin el colchón que había antes para las precipitaciones, el caudal está migrando a la laguna".
"Montaron pozos y desalinizadoras, pero algunos están por terminar. Encima culparon a los agricultores, a los que les habían animado a cambiar su método. Es como si construyes un alcantarillado deficiente y luego dices que el problema es que la gente tira de la cadena", agrega.
Juanma Ruiz, investigador del Instituto Español de Oceanografía, en cambio, no titubea: "La superficie agrícola de regadío se ha multiplicado entre cuatro y cinco veces en los últimos años. Sus vertidos llenaron el mar, y estamos en un bucle que puede repetirse en cualquier momento", argumenta. Según indica este biólogo marino de 50 años, el 85% de la pradera marina ha desaparecido. Duda de la recuperación: "Revertir la situación a corto plazo va a ser difícil. Y está en juego un hábitat y un patrimonio natural imprescindible e irremplazable". Ese en el que Óscar Yubero no se atreve a meter los pies o en el que Julia Albaladejo aprendió a nadar.