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Hernán Migoya o la memoria familiar como universo: un autor entre dos continentes

© Foto : Cortesía de Hernán MogoyaEl autor catalán Hernán Migoya
El autor catalán Hernán Migoya - Sputnik Mundo
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El escritor catalán, que reside entre España y Perú, publica en el país latinoamericano 'Baricentro', un recorrido por las calles de su infancia.

Cualquiera diría que Baricentro son unas memorias al uso. Salvo el prólogo, cada capítulo es una sucesión de recuerdos de la infancia, de la adolescencia o de la vida adulta sin más ornamento que el literario. Sin embargo, a su autor no le basta con advertir en la portada de que se trata de una novela sino que insiste después: sus "jirones biográficos" ya se hallan "pormenorizados" en otros libros. Hernán Migoya (Ponferrada, 1971) prefiere verse reflejado entre las líneas que ha escrito de ficción escapista. "Todo lo que cuento aquí", asegura a Sputnik, "estaba descrito, distorsionado como metáfora lúdica".

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Lo cierto es que con Baricentro, editada por Reservoir Books, se ha estrenado en una corriente de narrativa más canónica. De las historietas y novelas que lleva ilustrando o escribiendo desde hace décadas, esta es la más costumbrista. La que aborda un universo familiar sin aditivos. Migoya habla aquí de su viaje con tres meses de edad desde León a la periferia de Barcelona. De su infancia y adolescencia en Barberà del Vallés, esa localidad del extrarradio barcelonés, entre inmigrantes rurales, música hispanoamericana en el tocadiscos y tebeos violentos.

Se curtió Hernán Migoya en ese ambiente. Destacando en la escuela, descubriendo el amor o participando después en el gremio cultural de la zona. Y lo ha querido plasmar sin algarabías ni pirotecnia. Como un relato veraz en el que mucha gente pueda sentirse reflejado. Objetivo, quizás, al que aspiran las grandes obras. "Yo soy demasiado pudoroso, pero, gracias a la brillante escritora Llucia Ramis, que siempre propicia reuniones interesantes e imprevistas, un editor me dijo que en la anécdota familiar que les acababa de contar había un libro. Al final me lo creí", rememora.

​Esa escena a la que se refiere es el prólogo. En él, su madre, enferma de cáncer, su padre, con Alzhéimer, y su hermano visitan el centro comercial que titula la novela. Los cuatro. Juntos. La familia completa, más de treinta años después de la última vez, quitando alguna ocasión especial. Migoya se rinde a esa estampa: es bonita y amarga a la vez. Porque es un regreso a cuando ellos eran unos niños y sus progenitores "dichosos y eternos", pero también es producto de un ocaso existencial.

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"No creía que algo así le fuera a interesar a nadie", piensa Migoya, "pero precisamente lo interesante de la experiencia ha sido poder conectar con muchas personas que se han visto reflejadas en mis peripecias sin filtros, tanto en las hilarantes como en las patéticas o en las trágicas". Y se lanzó. Poco a poco. Cuando germinó la semilla él vivía en Perú. Llevaba desde 2005 yendo un par de meses al año, pues su exmujer es de allí. Y hacia 2013 se estableció definitivamente. Entonces hizo lo propio con España: empezó a venir puntualmente, unas semanas al año.

Mientras, Migoya colaboraba en revistas, publicaba libros de relatos o escribía guiones de cómics. "Baricentro es, de repente, un cuenco donde caben la crueldad y la ternura cotidianas. Gracias a la inauguración de un centro comercial al lado de su pueblo, ese crío apocado descubre otros mundos de fantasía. Siempre me he sentido bien en esos espacios de nadie, también en los cementerios o los sitios turísticos horteras como Salou, donde pierdes el sentido de pertenencia", apunta. "Pretendía narrar la vida de un chaval de clase baja desde dentro, sin clasismos culturales", señala. La vida del charnego, esa persona de provincias que se muda a Cataluña y que se mueve en parques de ciudades dormitorio.

"Cansado de que me llamaran pueblerino en círculos más esnobs, lo asumí como seña de autenticidad y quise reflejar de dónde era: mostrar un barrio de mestizajes donde nadie mira al otro por encima del hombro", explica, "lo que transpira el libro es que, a fin de cuentas, lo que nos hizo felices en la infancia ganará siempre a las convicciones o ideologías adultas".

Conmoverse de niño, agrega, es lo único que vale. "No pretendo que se apiaden del niño de barrio obrero, quería transmitir de modo ágil y certero el sentido de la maravilla que uno descubre en su infancia, las cosas fabulosas que nos hacen huir de la otra realidad indeseable, la que te pone delante de un vecino matando a un perro a golpes contra un banco de piedra o a un motero chulito escupiendo a su novia", afirma Migoya, que vuelve a alejarse de lo memorístico: "Muchas cosas, especialmente las traumáticas, ya las había escrito en libros de zombis o de terror. En la sátira, la fantasía o la pornografía ya había contado mi vida".

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Encontró "el marco" en el Baricentro, esa "bóveda del consumismo" llena de tiendas donde su madre le compraba ropa. "Me pareció el envoltorio perfecto al relato de mi infancia, porque yo era un empollón introvertido y debilucho, presa fácil del acoso escolar. Soñaba con ser Conan el Bárbaro, pero tuve que aprender a aceptar que era un cuatro ojos asustadizo. Y Baricentro era un portal dimensional donde, entre maquinitas de marcianitos y estantes de tebeos, se olvidaban las derrotas diarias", comenta. Su evolución personal va notándose en cada anécdota, en cada disco que se compra, en cada mujer de la que se enamora.

Hasta que se acopla al mundillo editorial. Con Ediciones La Cúpula llega a dirigir El Víbora, una revista contracultural de cómics. Y empieza a escribir sus primeros cuentos. En 2003 llega el escándalo: el volumen Todas putas es censurado por una supuesta apología de la violación. Su editora había sido Miriam Tey, directora en paralelo del Instituto de la Mujer, y se le acusó de dar pábulo a libros misóginos. Vendió 50.000 ejemplares en medio de la polémica y se alejó del gremio.

"Durante unos años, solo me hablaban de ese tema, pero conseguí centrarme en seguir escribiendo nuevas novelas y cómics, y que no se me cosificara", ríe. "Me gusta estar detrás de mis obras. Los medios sacralizan demasiado al artista. Nosotros no valemos nada. Lo único que importan son las obras", anota en plena segunda ola de coronavirus, que dedica a leer en versión original a sus referentes: Daphne Du Maurier, D.H. Lawrence, Rex Stout, Tanith Lee, Robert E. Howard, Shirley Jackson, Joseph Berna…

"Me encantan los géneros. Yo mismo hago zigzag con ellos, trato de llegar a los extremos de cada género en un solo libro. Ahora estoy escribiendo una novela policíaca que quiero que sea la más violenta, excesiva, destructiva y ofensiva que se haya situado nunca en Barcelona", cavila.

Migoya aprovecha para criticar el esnobismo de ciertos círculos literarios. "En España hay una tradición crítica con ínfulas que tiende a desprestigiar lo popular, porque si apoyan lo popular se les cae el pedestal y su cuidadosa construcción de prestigio. También priman el valor intelectual del narrador sobre su capacidad imaginativa. Por eso la gente siempre ha preferido ver y leer títulos yanquis, allí tienen menos prejuicios y aburren menos. Por suerte, las nuevas generaciones en España no tienen complejos en ese sentido y ya se atreven con todo, el panorama empezó a cambiar hace unos años gracias a pioneros incuestionables como Pilar Pedraza, Pérez Reverte o Sánchez Piñol", arguye.

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Algo que no pasa tanto en Perú, de donde salió durante la pandemia y donde espera volver lo antes posible: "Allí hay una movida literaria de escritores de terror y ci-fi muy interesante. Y sí, como aquí, hay autores-funcionarios y pijos que se camuflan de hijos del pueblo. Pero fieras como Richard Parra o Enrique Prochazka compensan". Ahora, de hecho, se publica allí el libro. "Me siento mucho más a gusto con el carácter peruano, su sentido del humor, su sencillo hedonismo. Cuando estoy en España veo alrededor todo lo que odio de mí mismo: la crítica y el cabreo constantes. Por suerte también pasan cosas maravillosas, como que Alaska presente Cine de Barrio", esgrime. A Migoya le encanta el respeto del país andino hacia la creación artística y su espíritu "inocente".

"De niño quería tener la elegante extravagancia de Kiko Ledgard o el físico imponente del Cholo Sotil, y ni siquiera sabía que eran peruanos. Todo me resulta más espontáneo y natural en el Perú y, sin duda, allí he pasado los mejores años de mi vida", confiesa. De momento, esperará en Barcelona. Se tiene que hacer cargo de su madre y su padre. Y volverá, quién sabe, al Baricentro, como la familia feliz que ha impulsado este testimonio. Ficticio, no olviden.

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