Atravesé la ciudad en metro y salí al estadio Dynamo, en la Avenida Leningradsky, que lleva al aeropuerto internacional para buscar un taxi, toda una hazaña en esos años. La única palabra que le pude decir al conductor fue "Sheremetevo", y el hombre me contestó en ruso algo incomprensible. Pero cuando le dije "Argentina", respondió "Maradona", se sonrió, me llevó hasta la terminal, me ayudó a bajar las valijas, y mandó un "Priviet" para el astro del fútbol.
Eso era Diego, un pasaporte argentino, una cédula de identidad, que abría todas las puertas. Más en Rusia, que en ese momento se estaba abriendo al mundo, cuando no había ni celulares, ni internet masivo, ni Google Maps, ni Whatsapp ni nada de nada.
Las heridas estaban todavía abiertas cuatro años después, cuando se jugaba el Mundial de México en 1986 y el país patagónico enfrentaba a Inglaterra con Diego como capitán. Ese 22 de junio de 1986, el estadio Azteca de Ciudad de México fue un campo de batalla, la continuación de la guerra perdida.

El primer gol de Diego, el de la mano de Dios desató el desahogo colectivo en los balcones y las plazas. Minutos después llegó el gol del siglo, cuando Maradona gambeteó desde la mitad de la cancha a medio equipo inglés y borró, con su genialidad, la picardía de su primera anotación. Gary Lineker, el delantero inglés que jugaba ese día, confesó que le dieron ganas de aplaudir, a pesar de que su equipo estaba siendo derrotado por los argentinos.
Los dos goles, con la desfachatez del primero y la genialidad del segundo, concentraron la furia de un país herido, que gritó hasta llorar, en revancha por las islas usurpadas y los 650 jóvenes muertos. Le habíamos ganado a los ingleses.
Yo estuve ese día inolvidable en Buenos Aires. Vivía en la avenida Corrientes, a 50 cuadras de la avenida 9 de Julio y el Obelisco, el lugar obligado de las concentraciones populares. Apenas terminó el partido, con mis amigos empezamos a caminar esos cinco kilómetros, acompañados de borbotones de gente que salía de todas las esquinas y marchaba y saltaba hacia el Obelisco.
Años después, Maradona reconoció que el primer gol lo hizo con la mano pero no se arrepintió: "Les ofrezco mil disculpas a los ingleses, de verdad, pero volvería a hacerlo una y mil veces. Les robé la billetera sin que se dieran cuenta, sin que pestañearan".
Si los ingleses se robaron las islas, ¿por qué no robarles la billetera y hacerles un gol con la mano?
Ese es Maradona: la argentinidad al palo, la expresión futbolística de un país mancillado y ocupado que, si bien no recuperó las islas, sí se tomó la revancha. El emblema de un país insumiso que le hizo una guerra a las principales potencias del mundo.
Si bien el objetivo de la genocida dictadura militar (1976-1983) que dio la orden de recuperar las islas era perpetuarse en el poder, lo cierto es que todo el pueblo se puso la camiseta de las Malvinas para apoyar a sus soldados, y al poco tiempo, también barrió con la dictadura permitiendo el retorno de la democracia en 1983.
Por eso, hasta el día de hoy, uno de los cánticos más populares en las canchas argentinas sigue siendo: "El que no salta es un inglés".
1990, Italia, siamo fuori
El joven nacido en Villa Fiorito, una villa pobre de Avellaneda, al sur de la ciudad de Buenos Aires, contó que su mamá siempre decía que le dolía el estómago a la hora del almuerzo para repartirles más comida a sus hijos. Con esa pobreza en la sangre, Diego repitió la hazaña de 1986 en Italia.
Los napolitanos tocaron el cielo con las manos: con su botín, el Napoli llegó a la cima del fútbol italiano y europeo. En 1987, al regresar tras haber ganado la Copa Mundo, Maradona se encargó de que el norte italiano respete al sur. La Juventus, la Roma, el Milan, caían vencidos ante el Diez. El Napoli obtuvo su primer Scudetto en 1987, luego conquistó otro, además de una Copa de Italia, una Supercopa de Italia y la Copa UEFA.
"Esto es para la Italia rica, que se piensan que Nápoles es el norte de África", dijo Diego. Por eso, su muerte se lloró tanto en las calles napolitanas como en la Boca, y a partir de ahora el estadio de la ciudad italiana se llamará Diego Armando Maradona.
Un Mundial más. Italia 1990. Argentina defendía su Copa 1986, pero el certamen había sido perfectamente diseñado para que el país anfitrión fuera el campeón, como correspondía a toda una potencia futbolística.
Con su genialidad y la insuperable actuación del arquero Sergio Goycoechea, que atajó dos penales en la definición final, la escuadra azzura se quedó sin fiesta. Pasó a la historia la frase final del comentarista italiano, en un estadio enmudecido: "Siamo fuori".
Imperdonable, y Argentina lo pagó caro. En la final contra Alemania, el 8 de julio de 1990, todo el Estadio Olímpico de Roma chifló el himno argentino. Un desafiante Maradona les gritó desde la cancha frente a las cámaras de televisión: "Hijos de puta, hijos de puta".
Argentina perdió por un penal que no fue, como ha sido reconocido por los mismos alemanes, pero el dolor de la derrota nunca opacará el hecho de que Diego eliminó a Italia en su propia casa y puso a Nápoles tan arriba como Milán.
Diego es Malvinas, Diego es Nápoles, Diego es Argentina, Diego es la reivindicación contra Inglaterra, del Sur contra el Norte, de los olvidados contra los poderosos.