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Lágrimas y clima de guerra predominaron en Boston los días siguientes al 11-S

© AP Photo / Suzanne PlunkettЛюди на улицах во время теракта в Нью-Йорке
Люди на улицах во время теракта в Нью-Йорке  - Sputnik Mundo, 1920, 10.09.2021
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MONTEVIDEO (Sputnik) — Las calles semivacías. Los lugares turísticos cerrados. Patrullas de Policía y del FBI a toda velocidad. La tristeza en el aire, pero también sentimientos de venganza y un patriotismo exacerbado. Así fueron en Boston los días posteriores a los ataques del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas en Nueva York.
Aquel martes por la mañana las sirenas no dejaban de sonar, pero después de haber estado en Nueva York hasta la madrugada y visto infinidad de películas con persecuciones policíacas, esta periodista y su amiga, ambas en su primer viaje a EEUU planeado durante años, pensaron que era algo bastante habitual.
Hasta que 11:30 sonó el teléfono de la habitación del hotel al que habíamos llegado unas cuatro horas antes.
"¿Llegaron bien? ¿Están bien?", fue lo primero que dijo la agente de viaje que nos había conseguido el alojamiento después de un malentendido el fin de semana por una excursión a otro estado del este.
Ese 11 de septiembre debíamos estar recorriendo Maine, pero el destino, o la historia, quiso que perdiéramos la excursión y tuviéramos que quedarnos más días en la Gran Manzana.
"Es que nos bajaron las Torres, ahora estamos todos evacuando los edificios de Times Square" en Manhattan, nos contó la agente de viaje ante nuestra sorpresa por su consulta.
Una hora antes se había derrumbado la torre norte, impactada a las 08:46 por un avión de American Airlines. La torre sur había caído casi a las 10 de esa mañana. Otro avión había atacado al Pentágono y otro se había estrellado en un campo de Pensilvania.
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No salíamos de nuestro asombro luego de encender la televisión. Las imágenes de los aviones chocando contra las Torres se repetían una y otra vez. Los informes hablaban de terrorismo internacional esa misma mañana. El espacio aéreo se había cerrado. Y las sirenas seguían sonando.
Veinte años atrás no existían las redes sociales y el uso de teléfonos celulares no era masivo, al menos en Uruguay. Por lo que nuestra prioridad cuando pudimos despegarnos de la pantalla fue salir a comprar tarjetas para hacer llamadas internacionales.

Llanto y odio

El portero del hotel, un señor anciano, nos dijo entre sollozos dónde podíamos conseguirlas. La casi nula actividad en el lobby presagiaba el clima en el exterior. Los pocos transeúntes que cruzamos caminaban en shock o llorando. El silencio de las calles de una habitualmente bulliciosa ciudad erizaba la piel. Es que decenas de los pasajeros eran originarios de allí.
Encontramos un solo local abierto, pero sin tarjetas. No quedaba otro remedio que habilitar las de crédito. Las líneas estaban colapsadas. Tras varios intentos fallidos logramos comunicarnos con nuestras familias, que solo sabían que habíamos quedado varadas en Nueva York y ya estaban nerviosas ante el silencio varias horas después de los ataques.
Pasado el mediodía decidimos salir a conocer la ciudad. La cantidad de fotos combinadas llega apenas a unas 20 en tres días. Solo se podían visitar lugares públicos al aire libre porque todo había cerrado esa mañana, hasta iglesias, por orden de las autoridades que buscaban posibles células terroristas en la ciudad.
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Al volver al hotel, la cuadra estaba siendo cerrada por policías y el FBI en busca de evidencia ya que uno de los terroristas se había alojado en un edificio contiguo. Los días siguientes la ciudad parecía sitiada, con cordones policiales y helicópteros sobrevolando diferentes zonas ante posibles pistas.
Esa noche ya aparecieron los primeros carteles en las calles y automóviles: "Venganza", clamaban. "Esto es guerra", decían. Las banderas estadounidenses comenzaron a hacerse visibles en todos lados. Aún no había una cifra oficial de fallecidos, pero se sabía que podían ser cientos. Escapaba a nuestra comprensión ese paso de la tristeza al odio en apenas unas horas.
Los dos días siguientes pasaron como en una nebulosa, entre informes de noticias, la esperanza de que los trabajadores que nos cruzamos el domingo 9 de noche al visitar el centro de observaciones de la torre sur, en el piso 107, estuvieran a salvo, llamadas a las aerolíneas para saber si podíamos volver a Uruguay y decidir cómo regresar a Nueva York. Un par de comidas con un familiar en Boston hizo un poco más amena la estadía.

Ahora a esperar

Finalmente decidimos tomar un autobús de la compañía Greyhound a Nueva York ya que nuestra fecha de salida era el sábado. El viernes 14 de madrugada nos sentamos en la estación a esperar el bus junto a varios reservistas —hombres y mujeres muy jóvenes— y otros estadounidenses que viajaban a Manhattan. Nadie había querido volar.
Después de las conversaciones iniciales y la curiosidad sobre nuestra travesía, el viaje transcurrió en silencio. Pero al acercarnos a Manhattan los bostezos dieron paso a exclamaciones de sorpresa, de incredulidad y luego de odio. Todos los pasajeros nos pegamos a las ventanillas para ver la nube de polvo bajo el cielo oscuro y cientos de reflectores todavía sin asentarse sobre el extremo sur de la isla.
Llegar al aeropuerto internacional John F. Kennedy calculando las desviaciones en una ciudad que apenas conocíamos fue arriesgado, pero resultó. También resultaron los ruegos para que nos dejaran ingresar entre cientos de personas que como nosotros, no sabían cuándo podrían viajar.
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Las filas en los mostradores eran interminables para cualquier destino del mundo. Los trabajadores de las aerolíneas explicaban una y otra vez que ningún vuelo entraba y ninguno salía. Solo quedaba esperar.
El viernes pasó sin novedades, durmiendo en un catre del Ejército de Salvación, comiendo sándwiches de 15 dólares, pero dividiéndolos para que los fondos duraran por el tiempo necesario, siendo testigo de la incipiente paranoia ante una maleta sin su pasajero, que terminó rota y con su contenido desparramado mientras su dueño volvía sorprendido de algún lado del aeropuerto, pese a que nos habían repetido infinidad de veces que no dejáramos el equipaje solo.
Tampoco tuvimos noticias esperanzadoras el sábado 15. Ya no sabíamos qué hacer, no había muchas fuentes de información dentro del aeropuerto, no había tarjetas telefónicas. No sabíamos qué pasaba ni cuánto tiempo estaríamos allí, con los últimos dólares, el sueño interrumpido, con hambre, sin ducharnos.
El domingo 16 se esparció el rumor que podría dejar llegar un vuelo desde América del Sur. Se sentía la tensión en el aire. Éramos cientos, ¿quién subía? ¿quién se quedaba? A la noche, más de 400 pasajeros embarcamos a casa. Las azafatas viajaron paradas por haber cedido sus asientos así más personas podían subir. El suspiro de alivio al dejar el espacio aéreo estadounidense se sintió en todo el avión.
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