Elogio de la comarca

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Se asiste a una función del Teatro Regional Yucateco y el alma se aliviana como por ensalmo. ¿Quien va a creer en la muerte del teatro cuando existen hombres y mujeres que aún disfrutan intensamente el inefable placer de contar una historia? ¿Quién va a creer en esa muerte tras ser testigo de tanto anhelo, luego de tanto fervor?

Casi un centenar de años tiene el Teatro Regional Yucateco, pero aún conserva intacto su hechizo. Casi tres generaciones lo han sostenido sin perder por ello su esencia. Teatro de familia, teatro de costumbres, la compañía yucateca lleva a recordar con su "Sueño de flamboyanes" la poesía de la sencillez, el encanto de las cosas simples.

La historia —a dos manos entre Jazmín López y Héctor Herrera Álvarez (Cholo), icono del teatro regional yucateco- es bien simple: un matrimonio pobre —gente de campo, gente sencilla—, que aguarda el regreso al terruño natal del hijo convertido en un flamante doctor, decide cambiarse hacia una casa más grande en la ciudad que sea digna del recién titulado. Dejan atrás un hogar mínimo a la sombra de un florido flamboyán.

La mudanza trae consigo un cambio en la mentalidad de la pareja, la cual ya se ve a sí misma codeándose con ‘gente bien'. Incluso se niegan a que la novia y los amigos de su hijo participen en el recibimiento del doctor, pues no son más que "indios".

Finalmente, cuando arriba el joven, sus padres se enteran que no llegó a convertirse en médico. Se enteran también de que fueron la novia y unos amigos de su hijo quienes estuvieron pagando las mensualidades del aspirante a doctor cuando ellos no tuvieron medios para hacerlo.

De regreso a la casa de pobres, rotos sus sueños de grandeza y podado el flamboyán umbroso, el matrimonio descubre nuevamente los privilegios extraviados de la amistad y el sentido de pertenencia a una comunidad. Junto a los vecinos de toda la vida deciden celebrar la boda del hijo y la novia y volver a plantar un flamboyán.

Fue un privilegio ser testigo de la risa cómplice y de la fascinación desatada por una puesta en escena que se antoja ‘naïve' desde el libreto hasta la escenografía, pero no por ello menos valedera. El primero, previsible, hizo del humor y el ingenio un puente hacia los espectadores; la segunda nos remitió a un entorno cautivante en la sencillez de su hechura. Que la ingenuidad es virtud cuando brota pura.

Fue un grandísimo gusto ser partícipe del disfrute contagioso de una puesta en escena de teatro costumbrista que no procura —ni las necesita— lecturas múltiples en un texto de verdades como campanas a vuelo.

¡Ah, pero con cuánto gozo se prodigaron unos actores que jugaron a representarse a sí mismos como si les fuera la vida en ello; o mejor aún: como si fuera la vida ello!

¿Y acaso no es así? ¿Acaso no busca hoy en día el Teatro Regional Yucateco "recuperar los elementos que lo identificaron en sus mejores tiempos para revelar al espectador una parte de la sorprendente y valiosa tradición cultural yucateca?"

Valga el teatro que te devuelve tales certezas, no desde la rotundidad de un Autor distante y cerebral, sino desde la más que soportable ligereza de una fiesta de pueblo para el pueblo.

Valga el teatro cuyas raíces, como las del flamboyán de la historia, siempre se nutrirán de la savia de su entorno.

Valga el Teatro que desde el nombre explicita su amor a la región y cuyos dramaturgos, como anunciaba José Martí hace 125 años en "Nuestra América", "traen los caracteres nativos a la escena", lejos, empero, de la vanidosa creencia de "que el mundo entero es su aldea".

Por ello, por su entrega, perseverancia y fervor, se le aplaude con justicia y se enorgullece la Nación.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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